El cambio fatal de 1789–1815
Aunque la
existencia de una forma moderna del Estado nacional soberano data de los
establecidos sucesivamente en Francia por Luis XI, y en Inglaterra por Enrique
VII, en la segunda mitad del siglo 15 europeo, el contragolpe reaccionario
profeudal, encabezado por la oligarquía financiera reaccionaria de Venecia y la
tradición medioeval normanda, sumió a Europa en terribles guerras religiosas y
afines en el intervalo de 1511–1648. Fue sólo una Europa conducida por el
cardenal Mazarino de Francia, que le puso fin a la terrible guerra religiosa de
1618–1648 con la parte decisiva que tuvo él en lograr ese Tratado de Westfalia,
que ha sido el sello distintivo de las relaciones cuerdas y morales entre los
Estados nacionales desde entonces.
Sin embargo, el daño ocurrido a lo largo de la "pequeña nueva era de tinieblas" de guerras religiosas en Europa de 1512–1648, debilitó tanto la capacidad de Europa de desarrollar repúblicas genuinas que, cada vez más, los grandes intelectos de Europa vieron en las Américas, especialmente en la Norteamérica anglófona, la única oportunidad a la vista para fomentar el establecimiento de una verdadera república, que pudiera servir de modelo indispensable para reformar los Gobiernos de Europa misma.
Para mediados del siglo 18, Benjamin Franklin se había establecido como la figura en torno a la cual podrían aglutinarse los esfuerzos de Europa por establecer una república verdadera en Norteamérica. El centro de esos esfuerzos en Francia era el legado de Mazarino y Jean–Baptiste Colbert. A principios del siglo 18, surgió y desapareció la posibilidad real de que Godofredo Leibniz pudiera convertirse en el Primer Ministro de Inglaterra. Una edad de relativo oscurantismo denominado la "Ilustración" francesa e inglesa, cundió como un cáncer por Europa, hasta que la erupción del movimiento humanista clásico europeo, centrado en torno a tales seguidores de Leibniz y J.S. Bach como los alemanes Abraham Kästner, Gotthold Lessing, y Moisés Mendelssohn, contraatacó con éxito marcado las podridas sofisterías de la Ilustración. Temprano, los círculos del alemán Kästner enfocaron en Franklin como el principal intelecto en Norteamérica en torno al cual hacer los preparativos para establecer una república en Norteamérica.
En la España de Carlos III, y las colonias españolas en las Américas, comprendieron lo que estaba en juego. El mismo espíritu de la revolución clásica humanista que movilizó el apoyo de Europa para la causa de una república norteamericana, produjo importantes oleadas paralelas hacia el progreso y la libertad en las colonias de España en América. Tristemente, durante las secuelas inmediatas de la Revolución Francesa y la tiranía de Napoleón Bonaparte, en el intervalo de 1789–1815, los dirigentes de esos movimientos en la colonias españolas no sólo fueron aplastados, sino con frecuencia literalmente aniquilados sangrientamente, por obra de los Adolfo Hitlers de la época.
No obstante, pese a la carnicería a lo Hitler contra los copensadores de los Estados Unidos en la América hispanohablante, más notablemente en México y Colombia, el ejemplo de la existencia continua de los EU mismos reencendió la chispa del republicanismo americano en esas naciones emergentes, una chispa que fue ricamente alimentada por la victoria del presidente Lincoln, y por la expulsión de las fuerzas de ocupación francesa de México por los EU. El Sistema Americano de economía política, ligado a nombres tales como Alexander Hamilton, Mathew Carey, Federico List, Henry C. Carey, y Abraham Lincoln, le dio nuevo ímpetu a lo que el presidente Adams, Clay y Poinsett habían tratado de lograr en México.
La victoria que obtuvieron los EUA del presidente Lincoln contra los peleles confederados de Palmerston y Napoleón III, estableció a los Estados Unidos como una gran potencia a la que no podía conquistarse desde fuera. Más o menos cuando ocurría la celebración del centenario de la fundación de los EU en Filadelfia en 1876, el Sistema Americano de economía política se extendía por Alemania, Rusia, Japón y otras partes del Viejo Mundo. Sin embargo, los sucesos que ocurrieron con centro en Francia en 1789–1815 habían producido diferencias duraderas entre los sistemas de gobierno de EU y Europa, diferencias que hasta la fecha no han sanado. Son esas diferencias las que hay que entender para ubicar las raíces históricas de las principales dificultades que afectan las relaciones entre los EUA, los otros Estados de las Américas, y de Europa, aún hoy.
El Sistema Americano de economía política, que es la intención característica de la Constitución federal de los EU de 1787–1789, tiene una dedicación implícita a un sistema de banca nacional y proteccionismo, como lo describiera Hamilton, el primer secretario del Tesoro de los EU. Los sistemas europeos, en la medida de su liberación de las turbias reliquias del dominio habsburgo, tienen como premisa un sistema contrario a la intención de la Constitución de los EU, un sistema a veces llamado "capitalismo". Esa forma de "capitalismo" es un sistema defectuoso —loado como "científico" por el descaminado Carlos Marx— cuyo modelo es el sistema liberal angloholandés de gobierno parlamentario. La falla principal de tales sistemas de gobierno parlamentario es el papel de lo que ha venido a conocerse hoy día como "sistemas de bancos centrales independientes", los cuales, de cuando en cuando, ejercen un dominio más o menos abiertamente dictatorial sobre los Gobiernos con los cuales comparten el poder.
Estos sistemas parlamentarios han de entenderse como reliquias modernas de arreglos previos, medievales, en los que la potencia marítima imperial de la oligarquía financiera de Venecia compartía el poder con el sistema militar normando, asociado de modo infame con la conducción de Venecia de las llamadas "cruzadas", la repugnante expulsión de los judíos de España por el Gobierno de Fernando e Isabel en 1492, en favor de la Inquisición, y el dogma racista, anticristiano, de la "limpieza de sangre" de la reaccionaria legislación española. El gran concilio eucuménico de Florencia, y el surgimiento del Estado nacional moderno que siguió, como en los casos de la Francia de Luis XI y la Inglaterra de Enrique VII, provocó una reacción de las fuerzas dominadas por Venecia del período de la historia de Inglaterra que va de Enrique II hasta Ricardo III. Esta reacción tuvo expresión en formas tales como las influencias a favor de la Inquisición sobre Fernando e Isabel, un suceso horrible que fue seguido por las guerras religiosas de 1511–1648 que Venecia puso en marcha con la cooperación de la dinastía habsburga.
Este período de guerra religiosa engrendró una nueva fuerza dominante en Europa, dirigida por la oligarquía finaciera veneciana, pero arraigada por los seguidores del veneciano Paolo Sarpi en un interés nominalmente protestante que iba del Ródano en Francia, a los Países Bajos, extendiéndose a las regiones marítimas del norte de Europa, incluyendo a Inglaterra.
Ese sistema liberal angloholandés que emergía, todavía era veneciano, al grado que la Compañía de las Indias Orientales británica, de la Gran Bretaña de lord Shelbourne del siglo 18, orgullosamente alegaba ser un "partido veneciano" gobernante. El partido de Shelbourne era, por tanto, el partido de la usura, el partido que de modo predominante todavía rige en Europa, aún hoy.
La caracterísca del sistema liberal al que la mayoría llama "capitalista", es que un interés privado, un consorcio de bancos mercantiles privados de propiedad familar, ejerce lo que en efecto es un monopolio sobre la emisión y la regulación monetaria y bancaria y, por tanto, tiene agarradas por el cuello a las que dicen ser, irónicamente, naciones soberanas.
Este conflicto entre los sistemas americano y veneciano fue la causa de los terribles sucesos de 1789–1815 en Europa. El presidente estadounidense Franklin Roosevelt entendió el significado de esa historia como, desafortunadamente, sólo un puñado de las principales figuras políticas hoy, como yo, lo entienden. Debe entenderse como la llave de todos los rasgos salientes de la historia universal desde entonces, incluyendo de los problemas específicos de los Estados americanos hoy día. De no entender esto, el próximo Presidente de los EUA de seguro hará un lío de todo lo importante. Por tanto, presento un resumen de los aspectos salientes del asunto, aquí y ahora.
En el momento a mediados de 1789 cuando los patriotas franceses Bailly y Lafayette elaboraron una propuesta de Constitución fundada en principios americanos para la monarquía francesa, Shelburne y su lacayo asestaron su golpe desde Londres, empezando con esa Toma de la Bastilla el 14 de julio organizada por los agentes de Shelburne: Felipe Egalité y el banquero suizo Jacques Necker. Posteriormente, otros agentes británicos, tales como Danton y Marat, que habían sido adiestrados en Londres, y eran dirigidos desde Londres por el jefe del comité secreto de Shelburne, Jeremy Bentham, allanaron el camino tanto al Terror jacobino como a la primera dictadura fascista en la Europa moderna, la del emperador Napoleón Bonaparte.
Los agentes de Shelburne para este conjunto de operativos hallábanse concentrados en una secta francmasónica satánica conocida como los martinistas, basada en Lyón, Francia, pero muy enquistada en la vida de Francia y de la Suiza francófona. Esta secta, que a la sazón dirigían los charlatanes Cagliostro y Mesmer, y el fanático francmasón Joseph de Maistre, y que seguía el modelo prosatánico del culto frigio a Dionisio, fue la responsable del famoso gorro frigio del Terror jacobino. Las sucesivas fases "izquierdista" y "reaccionaria" (por ejemplo, "bonapartista") de la Revolución Francesa de 1789–1815 han servido de modelo para lo que vino a llamarse, alternativamente, sinarquismo y fascismo en el período entre las dos guerras mundiales.
Por ejemplo, para conocimiento de nuestros lectores hispanohablantes, el partido nazi manejó una red a través de la España fascista en la América de habla española antes y durante la Segunda Guerra Mundial. La base mexicana, incluyendo el fascista Jacques Soustelle, tenía como centro a los asesinos del Presidente de México, Álvaro Obregón, y junto con Paul Rivet y Jean de Menil, se usó para coordinar aliados de los nazis en las Américas, una red sinarquista arraigada en las redes terroristas de Europa. Esas mismas diversas redes, nominalmente de "izquierda" o de "derecha", que quedaron de los nazis, se desplegaban, y se despliegan, como una red subversiva profascista por todas las Américas, desde México a cabo de Hornos, aún hoy. Estas redes sinarquistas constituyen la más grave amenaza interna a la seguridad de las naciones de las Américas hasta el presente.
Shelburne tenía un triple propósito. Primero, como le confió a su lacayo Gibbon, su intención era crear un nuevo Imperio Romano pro pagano, siguiendo el modelo presentado por Gibbon de los éxitos y defectos fatales del antiguo Imperio Romano. Segundo, el cometido de Shelburne era erradicar la influencia de la Revolución Americana tanto de Europa como de las Américas. Tercero, como Shelburne le confió a su lacayo Adam Smith en 1763, estaba empeñado en destruir no sólo las economías de Norteamérica, sino también a Francia, como parte de su intención de impedir cualquier desarrollo en Europa continental que pudiera constituir una amenaza a los designios de establecer un imperio mundial a partir de la posición que tenía la Compañía de las Indias Orientales británica de la oligarquía financiera, como la principal potencia marítima del mundo, una potencia marítima imperial establecida implícitamente cuando dicha compañía subyugó a la India.
Shelburne y su lacayo Jeremy Bentham ciñéronse a esas políticas no sólo durante el ascenso al poder de Bentham en el período de 1789–1815, hasta los 1830, como el que definió la política exterior imperial británica y sus operaciones de inteligencia secreta. A partir de 1815, Bentham y sus herederos condujeron revoluciones por todo el mundo, incluyendo las Américas, lo que continuó con el control del protegido de Bentham, Palmerston, sobre las revoluciones de 1848–49 de la "Joven Europa" de Mazzini; el despliegue de Napoleón III de Francia por parte del discípulo de Bentham, lord Palmerston; el control británico de la monarquía española antiamericana y esclavista de Isabel II; y la instalación de la bestia fascista Maximiliano sobre el trono de México. Esta misma tradición fue continuada en tales formas como el papel que desempeñaron ciertos destacados círculos financieros de Londres y Nueva York en colocar inicialmente a Adolfo Hitler en el poder en Alemania; y es típico del modo en que ciertos intereses financieros oligárquicos, con centro en Londres, han recurrido una y otra vez a la organización martinista o sinarquista, empleada originalmente para la Revolución Francesa, en sus esfuerzos de impedir que emerja una potencia continental en Eurasia, y también en las Américas.
La novedad es que, después de la victoria del presidente Lincoln contra la marioneta de Palmerston, la Confederación, la Gran Bretaña ya no estaba en posición de conquistar físicamente a los EUA. De allí que, empezó a depender en las redes pro martinistas–sinarquistas basadas en círculos internacionales de la oligarquía financiera con vínculos a los EU, como los que controlan al vicepresidente Cheney y al ex secretario de Estado George Shultz hoy día y, finalmente, han trasladado su base de operaciones al interior de los EU hoy en día.
Remonta la mirada a 1940, cuando lo que quedaba del Ejército británico estaba bajo amenaza de ser liquidado en Dunkirk. En ese momento el ministro de Defensa Winston Churchill recurrió al presidente estadounidense Franklin Roosevelt, para tomar acciones en común para impedir que los admiradores de Hitler, incluso entre las filas de la oligarquía británica, le entregaran la Gran Bretaña y su Armada naval a una alianza sinarquista antiestadounidense, una alianza que pretendía formarse con la Gran Bretaña, la Francia derrotada, Italia, Alemania, y Japón. Cuando tomamos en cuenta los círculos financieros oligarcas de tanto Nueva York como de Londres que pusieron a Hitler en el poder en Alemania en 1933, el modo en que esos mismos círculos financieros apoyaron a Roosevelt y a Churchill contra la alianza sinarquista continental con Japón es sorprendente. Aquellos intereses financieros oligarcas, de habla inglesa, que tan celosamente llevaron a Hitler al poder en 1933, descubrieron que no estaban dispuestos a convertirse en meras colonias de una internacional sinarquista basada en el continente europeo y encabezada por Hiltler. Así que apoyaron a Roosevelt y a Churchill contra Hitler entonces, pero regresaron a sus prácticas perversas luego de junio de 1944, una vez era seguro que la guerra llegaba a su fin.
Hasta agosto de 1945, cuando las bombas nucleares fueron arrojadas sobre blancos civiles en Hiroshima y Nagasaki, las oligarquías financieras de la Gran Bretaña y los EUA no estaban dispuestas a importar la pestilencia sinarquista que Shelburne le había inflingido a Europa continental. El cambio ocurrió cuando los seguidores del dogma imperialista de Bertrand Russell, de imponer un "gobierno mundial mediante una guerra nuclear preventiva", fueron adoptados por esa facción utopista hoy asociada con el vicepresidente Dick Cheney. El cambio fue, y es, que el enemigo ya no venía de afuera de nuestras fronteras, sino principalmente de adentro.
Antes de Hiroshima en 1945, el efecto de lo que hoy es conocido como la internacional sinarquista y sus varias operaciones, incluyendo guerras y revoluciones mayúsculas en el continente europeo, había sido esencialmente "geopolítico": la determinación de la Gran Bretaña de mantener a Europa principalmente bajo el dominio imperial e intelectual del Reino Unido, y en las garras de un modelo parlamentario liberal angloholandés controlado por la oligarquía financiera. Para los geopolíticos británicos, esto significaba mantener a las naciones de Eurasia continental mutuamente en pugna. Hoy, desde lo de Hiroshima, los intereses financieros oligárquicos pro sinarquistas están empecinados en usar a los propios Estados Unidos como su base de operaciones para ejercer tal forma de dominio imperial mundial. Son esas tendencias arraigadas, difundidas de la Europa de los siglos 18 y 19 a otras partes del mundo, incluyendo ideologías dominantes en los propios EUA, que son la única fuente esencial de la diferencia respecto a cómo pensar sobre el mundo en general, entre Europa y los EUA, desde la Revolución Francesa de 1789–1815 hasta el presente.
Hasta los sucesos de aproximadamente 1789–1806, desde la Toma de la Bastilla hasta la victoria de Napoleón sobre los prusianos en la batalla de Jena–Auerstädt, la principal corriente política en Europa era la del renacimiento clásico humanista, el revivir explícitamente los legados de Godofredo Leibniz y J.S. Bach, difundidos por los círculos de Kästner, Lessing, y Mendelssohn, a Francia, Inglaterra, Norteamérica y otras partes. Esta influencia clásica humanista, contraria a la "Ilustración", había sido el elemento más decisivo en la base más amplia de apoyo internacional para la causa de la independencia de los Estados Unidos de 1776–1789.
El espectáculo del Terror jacobino, seguido por el surgimineto del jacobino Napoleón Bonaparte como el primer dictador fascista moderno, desató olas sucesivas de pesimismo cultural, especialmente a partir de tales sucesos señeros como la autocoronación de Napoleón como el nuevo césar y pontífice máximo, y su triunfo en Jena–Auerstädt. Esta ola de pesimismo cultural es lo que se conoce como el romanticismo del siglo 19, que asumió la forma de pesimismo agudo en la secuela del congreso de Viena de 1815, y los fascistas decretos de Carlsbad patrocinados por Metternich. Estos pasos sucesivos hacia la degeneración política y moral de la cultura prevaleciente en Europa, condujo a la emergencia de tales formas de pesimismo respecto a la naturaleza del hombre, como el positivismo radical, y la aparición de las corrientes existencialistas de tales predecesores del nazismo como Schopenhauer, Richard Wagner, y Nietzsche: la llamada "Revolución Conservadora" que representan en los Estados Unidos hoy día los autodenominados "neoconservadores" aglutinados por el momento en torno al vicepresidente Dick Cheney. Tendencias análogas hacía el romanticismo se difundieron en los propios Estados Unidos, como en el caso de los círculos neokantianos de Concord de Ralph Waldo Emerson, y demás, y los surcarolinianos fundadores de la Confederación, favorables a Napoleón.
Aunque el dominio de Napoleón terminó cuando fue transportado a Santa Elena, la secta martinista que dirigió, sucesivamente, tanto al Terror como a la tiranía de Napoleón, siguió con vida. G.W.F. Hegel, el izquierdista que devino en obsceno admirador de Napoleón, escribió la teoría de la dictadura napoleónica; la secta francmasónica martinista de Talleyrand sobrevivió la derrota de Napoleón para dirigir la restauración de la monarquía en Francia por nombramientos del procónsul británico, el duque de Wellington. El martinismo, todavía con Jeremy Bentham y el lord Palmerston de Bentham al timón, condujo las revoluciones 1848, y llevó a Napoleón III al trono. El martinismo, que entonces empezaba a conocerse como sinarquismo, creció en tanto fuerza a finales del siglo 19 y organizó la Primera Guerra Mundial a instancias del "señor de las islas" británico, Eduardo VII. La internacional sinarquista, como tal, organizó una sucesión de regímenes fascistas culminando en la Segunda Guerra Mundial. La secta se difundió por las Américas.
El legado cultural del martinismo o sinarquismo infecta a gran parte del mundo hasta el presente. Su influencia sale a relucir de diversas formas.
Contrario a la francmasonería martinista o sinarquista, los casos ejemplares del papel de John Quincy Adams, el papel inspirador del presidente Abraham Lincoln, y Franklin Roosevelt, demuestran un potencial cultural profundamente arraigado dentro de la tradición nacional, la de nuestra propia nación, transmitida por generaciones sucesivas. Ilustro esa transmisión refiriéndome a mi propio caso.
Excepto una pizca de ascendencia de indio americano, mis primeros ancestros en Norteamérica llegaron a finales del siglo 17, respectivamente, a Quebec, e inmigrantes ingleses a Pensilvania. En la línea de descendencia inglesa destacaron líderes notables del movimiento contra la esclavitud, entre ellos un tal Daniel Wood, mi tatarabuelo quien fue un contemporáneo de Lincoln y un admirador de Henry Clay, del poblado de Woodville en el condado de Delaware, Ohio. Este célebre Daniel Wood era un tópico frecuente de relatos de primera mano en torno a la mesa de mis abuelos, como observé con una cierta fascinación, allá a finales de los 1920. Tanto mis abuelos maternos como paternos nacieron por los 1860. El lado de Quebec emigró a los EU como un personaje picarezco de alguna nota ente sus contemporáneos. Su esposa era de ascendencia irlandesa. El lado escocés, mi abuelo materno, vino a los EUA en 1862 cuando era un infante, acompañando a un dragón escocés profesional, un hombre fiero en lo tocante a esgrimir un sable o un whisky, quien vino a los EU para integrarse a la Primera Caballería de Rhode Island contra la esclavitud. El hermano del dragón era un capitán marino escocés relativamente famoso de la línea Estrella Blanca, quien, entre sus otros logros, indujo a su hermano a abandonar el sable que mi bisabuelo empleaba para recalcar sus puntos en las discusiones, con demasiada frecuencia para la tranquilidad de los bebedores locales de whisky en Fall River, Massachusetts. Mi hijo ha añadido credenciales judías a sus ancestros, y sus hijos han añadido ascendencia polaca al paquete total.
En suma, yo soy—pese a que adolezco de ciertos ancestros con los que no fui agraciado— un típico producto de la tradición del crisol estadounidense. Eso de por sí es, del modo más enfático, una distinción cultural norteamericana; esa característica del crisol de tantos de nosotros es un rasgo específicamente estadounidense, no obstante que ancestros entremezclados como el mío, aunque frecuentes, no son universales entre nosotros. Haciendo a un lado las disputas familiares, para aquéllos que comparten la suerte de ancestro del crisol étnico como el que tengo yo, el racismo y el chovinismo no son tradiciones culturales específicamente americanas, sino aberraciones contrarias a los rasgos esenciales de nuestro carácter nacional.
Lo que hay que recalcar es la manera en la cual son transmitidas tradiciones culturales a lo largo de varias generaciones, no sólo a través de la lectura de varios informes, sino mediante transmisión de primera mano por transacciones familiares y relacionadas que ocurren alrededor de la mesa a la hora de la comida, y de otras formas. A veces me he quedado sorprendido, y con frecuencia fascinado, con el recuerdo de mis experiencias frecuentes en que las influencias culturales intrafamiliares emergen del lapso de dos o más generaciones pasadas. Hay un tipo cultural específicamente estadounidense, en ese sentido.
Al contrastar esta experiencia con lo que encuentro al toparme con rasgos culturales representativos de otras partes del mundo, emerge el significado práctico de mi propia experiencia de una cultura específicamente estadounidense.
Por ejemplo, hasta los cambios introducidos en los 1960 y posteriormente, una educación pública típica ponía énfasis en la verdera historia política de los Estados Unidos. Había mucho de eso de imprimirle una cierta interpretación a los textos y los procedimientos en el aula de clase, pero el sentido de historia, incluyendo la de nuestra propia nación, estaba ahí para todos nosotros que asistíamos a una escuela pública de razonable competencia. Esos recursos estaban disponibles para el niño y el adolescente generalmente a través de libros, y de libros en la biblioteca en particular. Teníamos un sentido de historia, incluso, hay que subrayarlo, de nuestra propia historia nacional. No era siempre veraz, pero la provocación para descubrir esa historia estaba ahí. Posteriormente, en mis tratos con culturas fuera de los Estados Unidos, empezando con mi servicio militar en Sudasia durante la Segunda Guerra Mundial, he acumulado una sensibilidad sobre los efectos prácticos de las diferencias culturales en la forma en la cual ocurre la percepción de la experiencia, y en las preferencias registradas, cuando vamos de personas de cierto trasfondo cultural nacional, a personas que vienen de otro. Si reflejamos sobre nuestro propio desarrollo cultural, al tratar de entender las raíces de un desarrollo cultural distinto en otros, ganamos la capacidad de entender las formas pertinentes de las diferencias culturales entre los EUA y Europa, o entre los EUA y las culturas de América del Sur y Central.
Hay que reconocer varios puntos de comparación al enmarcar este informe.
Primero que nada, la gente de distintos antecedentes culturales adquiere conciencia de esas diferencias y reacciona acorde a ellas. La reacción con frecuencia es funcional en cuanto a carácter, más bien que simplemente negativa o positiva. Aquéllos de nosotros en los EUA que tenemos una visión informada de la historia mundial moderna, como es mi caso, somos capaces de reconocer la naturaleza y las causas de las diferencias entre las formas convergentes de pensar de los europeos y norteamericanos en las décadas previas a 1789, y después de los sucesos de 1789–1815. Los que compartieron la tradición clásica humanista de finales del siglo 18 entonces, como aquéllos en Norteamérica y Alemania, tenían un mayor grado de afinidad relativa en cuanto a asuntos decisivos de estadismo, que lo que uno encuentra entre los estratos de personas educadas en los EU y Europa en la actualidad.
Por ejemplo: la divergencia más importante en este sentido hoy es el grado al cual los europeos condicionados a un sentido de lo "correcto" del sistema parlamentario liberal angloholandés, resisten la idea de acabar con el dominio de los sistemas de bancos centrales independientes, incluyendo la forma de autoridad cedida al FMI actualmente. Nosotros en los EUA tenemos un precedente histórico claro para tales ideas en nuestra Constitución federal, y de otras formas. Europa piensa de una diferencia entre el capitalismo, como lo define un Carlos Marx malamente educado por la Compañía de las Indias Orientales británica, y el socialismo, como la única alternativa, ya sea deseable o simplemente detestable, al capitalismo. Al igual que Carlos Marx, el europeo típico rechaza el Sistema Americano de economía política como una aberración de un Davy Crocket analfabeta, o como algo demostradamente "erróneo" según las pautas generalmente aceptadas de la tradición culta europea. Por ejemplo, un europeo culto insistirá por lo general que el fundamento del sistema original de Bretton Woods viene de John Maynard Keynes. Simplemente rehusa aceptar que el sistema de los EU nunca tuvo la intención de establecer un sistema de banca central al que sería aplicable la noción de Keynes, y que el método de Franklin Roosevelt siempre fue el pautado por el Sistema Americano de Alexander Hamilton, y el del colaborador de Hamilton, Isaac Roosevelt, el ancestro más honrado por Roosevelt.
En cuanto a esa misma diferencia, la opinión que por lo general emana de América Central y del Sur hoy día, tiende a parecerse a la europea. Esto lo agrava un odio generalizado contra el "imperialismo yanqui"; uno tiende a pensar lo peor de cualquier idea, aunque esa idea, de hecho, esté fundada en una versión falaz de la historia, si esa idea tiene conexión con lo que uno supone es su opresor perverso.
Lo que estoy recalcando fundamentalmente en este sentido, es lo siguiente.
El problema práctico que tienen que encarar el próximo Presidente de los Estados Unidos, y el resto del mundo, es que no hay ninguna solución a la crisis general de desintegración del sistema monetario de tipos de cambio flotantes que hoy embiste, que no sea la eliminación de todo vestigio de los sistemas de bancos centrales independientes, mediante la reorganización por bancarrota del sistema monetario–financiero mundial. Esa reorganización monetaria–financiera, de la cual ahora depende en lo absoluto la supervivencia de la civilización en el corto plazo, requiere arrancar de raíz aquellos aspectos, tanto de gobierno como de tradición, que reflejen la hegemonía prolongada del llamado sistema de banca central independiente, y más bien inclinarse a favor del precedente del Sistema Americano, como lo representa el argumento del secretario del Tesoro Alexander Hamilton.
Debido al impacto global de estas consideraciones relacionadas con la economía, y de las históricas–culturales congruentes, tengo un papel mundial específico que desempeñar como el próximo Presidente de los Estados Unidos de América. El aspecto decisivo de ese papel es mi responsabilidad única de juntar a las naciones, no sólo para poner al actualmente quebrado sistema monetario–financiero mundial bajo la tutela de los Gobiernos, para reorganizarlo por bancarrota; mi papel de conducción, singularmente estadounidense, en este sentido, es asegurar que acabemos con el dominio que ejercen sobre este planeta los conciertos de sistemas de bancos centrales independientes, incluyendo la forma miserable asumida por el actual sistema de la Reserva Federal de los EU bajo las malas gestiones sucesivas de Paul Volcker y Alan Greenspan.
El problema que enfrento en este sentido es que, la institución del sistema de banca central independiente no sólo es una forma de institución; es una característica cultural muy arraigada de ese modelo liberal angloholandés de sistema parlamentario que le dio al mundo tales monstruos como lord Shelburne y su Jeremy Bentham. Este impacto cultural está profundamente arraigado en los efectos acumulados de su persistencia aun en la minucia de la vida cotidiana de Europa y otras naciones. Por tanto, cualquiera que trate de desarraigar esa tradición, se expone a decenas de miles de emboscadas mortíferas por parte de aquéllos que sienten dentro de sí un profundo apego cultural a esos hábitos institucionalizados desarrollados en torno al modelo angloholandés. Esas raíces están clavadas muy profundo en la cultura europea; son precisamente esas raíces las que tenemos que arrancar, raíces que debieron haberse arrancado de toda la civilización europea a fines del siglo 18, cuando primero se arrancaron, al menos de manera temporal, y en varias otras ocasiones posteriores, en los EUA.
La institución del consorcio de bancos privados de propiedad familiar es muy antigua, aún más antigua que la oligarquía financiera de Venecia medieval. Es una institución con profundas raíces latinas en los principios del derecho romano, en el legado del previo culto a Apolo en Delfos, y en Tiro y la antigua Mesopotamia referida por el empleo de la expresión "la puta de Babilonia". Ese concepto del papel del dinero y las finanzas es un legado pagano que afecta el modo de definir la noción de propiedad, con la cual la mayoría de las naciones todavía definen al dinero como tal. Hoy, fuere probable que sólo un presidente estadounidense idóneo represente el potencial cultural y relacionado para reunir a las naciones y decir: "Removamos la basura del tapete. Estamos aquí reunidos para crear un nuevo sistema libre de tales reliquias perversas del pasado". Es en cuanto a este asunto decisivo que la Revolución Americana de 1776–1789 expresa la autoridad moral única para conducir al mundo fuera del cenegal que los legados de Venecia, lord Shelburne y los martinistas han impuesto sobre más de dos siglos de la historia moderna hasta este momento. Fuere probable que sólo un Presidente de los Estados Unidos que represente este papel, disfrute de las calificaciones morales y culturales necesarias para conducir a la nación en este momento tan crítico de la historia moderna mundial. Tomando en cuenta todas mis cargas personales, y descontándolas como corresponde, sigo siendo, por el momento, el único candidato que pudiera desempeñar semejante papel de manera competente.
Al regresar de la Segunda Guerra Mundial, vi el terror por el acto perverso del presidente Truman contra Hiroshima y Nagasaki, expresado en los ojos de aquéllos que acababan de llegar de la guerra. Así, vi a la mayoría de ellos convertidos en mucho menos de lo que eran. Vi en sus ojos la pesadilla durante lo que se conoció como la "Guerra Fría" de fines de los 1940 y los 1950. Vi a hombres y mujeres en masa perder la cordura en los días más críticos de la crisis de los proyectiles de 1962. Vi el efecto agravado sobre las mentes de los de mi generación y sus hijos cuando abalearon a Kennedy. Vi la degradación que produjo el hundirnos en el inútil viaje al infierno que fue la guerra estadounidense de 1962–1972 en Indochina. Sentí que los había perdido a todos, como si fueran lemmings saltando al despeñadero en medio del terror.
Cosas como ésas han sucedido, en masa. Si no lo entendemos, no podremos movilizarnos para sanar la herida que en ellos dejó. Y si no, entonces, ¿qué será de la humanidad?
Ideólogos martinistas influyentes, tales como Joseph de Maistre, han sido explícitos: el objetivo de la secta francmasónica martinista, y su continuación sinarquista, era destruir el concepto del hombre asociado con el Renacimiento europeo del siglo 15, el concepto del hombre que expresa la Revolución Americana. Su modelo fue el antiguo culto frigio a Dionisio, el mismo tema pro satánico que posteriormente Friedrich Nietzsche puso de relieve. Emplear un terror enorme para disponer a los pueblos a rendirle culto a la venida de Dionisio, la gran bestia, una criatura que comete crímenes tan monstruosos, tan inimaginables, que los pueblos aterrados se postrarán a los pies de ese opresor con inextinguible amor, tratando de hacer a otros lo que él, el monstruo, ha hecho ante sus ojos.
El dechado de tales formas modernas de terror existió en la Inquisición española, en la guerra religiosa que emprendió Felipe II de España, y en la Guerra de los Treinta Años. Fue contra este culto al terror que el Tratado de Westfalia concentró sabiamente su medicina antihobbesiana y antilockeana para el alma política: el beneficio del otro. La disposición a hacer el mal que tal terror inculca en el observador susceptible, es la meta y método de tales martinistas como Joseph de Maistre, o del Adolfo Hitler del holocausto contra sus víctimas judías.
Los tres principales ciclos de bestialidad martinista o sinarquista que he señalado como relativamente los más decisivos para la historia actual, son las cicatrices acumuladas del alma, que hoy siguen cargando como parte de su legado las naciones y pueblos de la civilización europea extendida. Este legado corrompe el alma como una vil enfermedad. La cura en parte es tener conciencia de ello; reconocer cómo han funcionado dichas experiencias; reconocer, por ejemplo, que admirar a Napoleón Bonaparte, o a su descendiente espiritual, Adolfo Hitler, es como adorar a Satanás dentro de ese tabernáculo que eres tú mismo.
Con frecuencia tenemos que hacer el bien, cosa de desafiar el perverso legado que surge desde adentro para adueñarse de nosotros, y ganar esa batalla haciendo el bien con audacia, no por un sentido negativo de obligación, sino por una pasión de experimentar dentro de nosotros mismo el acto de hacer un bien que desafíe el legado del mal que representa el martinismo o sinarquismo. El norteamericano hará el bien por los puebles de Sudamérica, sólo si esta acción parte de un apremio de desafiar el mal dentro de sí mismo o misma, al hacer el bien. No se hace un gran bien por la cualidad negativa de un sentido de obligación, de un deber; un gran bien viene de la pasión por cumplir una misión, una misión de la cualidad que representa, en y de por sí, el darse cuenta de que uno no es una bestia, sino tan humano como debe serlo una criatura beneficiosa hecha a imagen del Creador. En griego, por el ágape.
Debe acabarse de inmediato con el martinismo o sinarquismo. La misión de liberar a la humanidad de rendirle culto a los conceptos erróneos de la banca y el dinero que aún hoy prevalecen, es la llave para lograr ese resultado tan urgentemente necesario. La verdadera riqueza, como nos lo enseñaron Cotton Mather y Benjamin Franklin, es el acto y el fruto de hacer el bien.
Sin embargo, el daño ocurrido a lo largo de la "pequeña nueva era de tinieblas" de guerras religiosas en Europa de 1512–1648, debilitó tanto la capacidad de Europa de desarrollar repúblicas genuinas que, cada vez más, los grandes intelectos de Europa vieron en las Américas, especialmente en la Norteamérica anglófona, la única oportunidad a la vista para fomentar el establecimiento de una verdadera república, que pudiera servir de modelo indispensable para reformar los Gobiernos de Europa misma.
Para mediados del siglo 18, Benjamin Franklin se había establecido como la figura en torno a la cual podrían aglutinarse los esfuerzos de Europa por establecer una república verdadera en Norteamérica. El centro de esos esfuerzos en Francia era el legado de Mazarino y Jean–Baptiste Colbert. A principios del siglo 18, surgió y desapareció la posibilidad real de que Godofredo Leibniz pudiera convertirse en el Primer Ministro de Inglaterra. Una edad de relativo oscurantismo denominado la "Ilustración" francesa e inglesa, cundió como un cáncer por Europa, hasta que la erupción del movimiento humanista clásico europeo, centrado en torno a tales seguidores de Leibniz y J.S. Bach como los alemanes Abraham Kästner, Gotthold Lessing, y Moisés Mendelssohn, contraatacó con éxito marcado las podridas sofisterías de la Ilustración. Temprano, los círculos del alemán Kästner enfocaron en Franklin como el principal intelecto en Norteamérica en torno al cual hacer los preparativos para establecer una república en Norteamérica.
En la España de Carlos III, y las colonias españolas en las Américas, comprendieron lo que estaba en juego. El mismo espíritu de la revolución clásica humanista que movilizó el apoyo de Europa para la causa de una república norteamericana, produjo importantes oleadas paralelas hacia el progreso y la libertad en las colonias de España en América. Tristemente, durante las secuelas inmediatas de la Revolución Francesa y la tiranía de Napoleón Bonaparte, en el intervalo de 1789–1815, los dirigentes de esos movimientos en la colonias españolas no sólo fueron aplastados, sino con frecuencia literalmente aniquilados sangrientamente, por obra de los Adolfo Hitlers de la época.
No obstante, pese a la carnicería a lo Hitler contra los copensadores de los Estados Unidos en la América hispanohablante, más notablemente en México y Colombia, el ejemplo de la existencia continua de los EU mismos reencendió la chispa del republicanismo americano en esas naciones emergentes, una chispa que fue ricamente alimentada por la victoria del presidente Lincoln, y por la expulsión de las fuerzas de ocupación francesa de México por los EU. El Sistema Americano de economía política, ligado a nombres tales como Alexander Hamilton, Mathew Carey, Federico List, Henry C. Carey, y Abraham Lincoln, le dio nuevo ímpetu a lo que el presidente Adams, Clay y Poinsett habían tratado de lograr en México.
La victoria que obtuvieron los EUA del presidente Lincoln contra los peleles confederados de Palmerston y Napoleón III, estableció a los Estados Unidos como una gran potencia a la que no podía conquistarse desde fuera. Más o menos cuando ocurría la celebración del centenario de la fundación de los EU en Filadelfia en 1876, el Sistema Americano de economía política se extendía por Alemania, Rusia, Japón y otras partes del Viejo Mundo. Sin embargo, los sucesos que ocurrieron con centro en Francia en 1789–1815 habían producido diferencias duraderas entre los sistemas de gobierno de EU y Europa, diferencias que hasta la fecha no han sanado. Son esas diferencias las que hay que entender para ubicar las raíces históricas de las principales dificultades que afectan las relaciones entre los EUA, los otros Estados de las Américas, y de Europa, aún hoy.
El Sistema Americano de economía política, que es la intención característica de la Constitución federal de los EU de 1787–1789, tiene una dedicación implícita a un sistema de banca nacional y proteccionismo, como lo describiera Hamilton, el primer secretario del Tesoro de los EU. Los sistemas europeos, en la medida de su liberación de las turbias reliquias del dominio habsburgo, tienen como premisa un sistema contrario a la intención de la Constitución de los EU, un sistema a veces llamado "capitalismo". Esa forma de "capitalismo" es un sistema defectuoso —loado como "científico" por el descaminado Carlos Marx— cuyo modelo es el sistema liberal angloholandés de gobierno parlamentario. La falla principal de tales sistemas de gobierno parlamentario es el papel de lo que ha venido a conocerse hoy día como "sistemas de bancos centrales independientes", los cuales, de cuando en cuando, ejercen un dominio más o menos abiertamente dictatorial sobre los Gobiernos con los cuales comparten el poder.
Estos sistemas parlamentarios han de entenderse como reliquias modernas de arreglos previos, medievales, en los que la potencia marítima imperial de la oligarquía financiera de Venecia compartía el poder con el sistema militar normando, asociado de modo infame con la conducción de Venecia de las llamadas "cruzadas", la repugnante expulsión de los judíos de España por el Gobierno de Fernando e Isabel en 1492, en favor de la Inquisición, y el dogma racista, anticristiano, de la "limpieza de sangre" de la reaccionaria legislación española. El gran concilio eucuménico de Florencia, y el surgimiento del Estado nacional moderno que siguió, como en los casos de la Francia de Luis XI y la Inglaterra de Enrique VII, provocó una reacción de las fuerzas dominadas por Venecia del período de la historia de Inglaterra que va de Enrique II hasta Ricardo III. Esta reacción tuvo expresión en formas tales como las influencias a favor de la Inquisición sobre Fernando e Isabel, un suceso horrible que fue seguido por las guerras religiosas de 1511–1648 que Venecia puso en marcha con la cooperación de la dinastía habsburga.
Este período de guerra religiosa engrendró una nueva fuerza dominante en Europa, dirigida por la oligarquía finaciera veneciana, pero arraigada por los seguidores del veneciano Paolo Sarpi en un interés nominalmente protestante que iba del Ródano en Francia, a los Países Bajos, extendiéndose a las regiones marítimas del norte de Europa, incluyendo a Inglaterra.
Ese sistema liberal angloholandés que emergía, todavía era veneciano, al grado que la Compañía de las Indias Orientales británica, de la Gran Bretaña de lord Shelbourne del siglo 18, orgullosamente alegaba ser un "partido veneciano" gobernante. El partido de Shelbourne era, por tanto, el partido de la usura, el partido que de modo predominante todavía rige en Europa, aún hoy.
La caracterísca del sistema liberal al que la mayoría llama "capitalista", es que un interés privado, un consorcio de bancos mercantiles privados de propiedad familar, ejerce lo que en efecto es un monopolio sobre la emisión y la regulación monetaria y bancaria y, por tanto, tiene agarradas por el cuello a las que dicen ser, irónicamente, naciones soberanas.
Este conflicto entre los sistemas americano y veneciano fue la causa de los terribles sucesos de 1789–1815 en Europa. El presidente estadounidense Franklin Roosevelt entendió el significado de esa historia como, desafortunadamente, sólo un puñado de las principales figuras políticas hoy, como yo, lo entienden. Debe entenderse como la llave de todos los rasgos salientes de la historia universal desde entonces, incluyendo de los problemas específicos de los Estados americanos hoy día. De no entender esto, el próximo Presidente de los EUA de seguro hará un lío de todo lo importante. Por tanto, presento un resumen de los aspectos salientes del asunto, aquí y ahora.
Shelburne y el nacimiento del fascismo en 1789
El autor principal de la Revolución Francesa del 14 de julio de 1789 fue lord Shelburne de la Gran Bretaña, personaje destacado de las instituciones gemelas Barings Bank y la Compañía de las Islas Orientales británica. Los preparativos de Shelburne para su pretendida destrucción tanto de las colonias inglesas en Norteamérica como de Francia, empezaron más o menos cuando Shelburne le asignó a su lacayo Adam Smith echar los cimientos de lo que vino a ser el ataque de 1776 de Smith contra la causa americana, su llamada Riqueza de las naciones, mejor llamada Cómo robar la riqueza de las naciones. Shelburne comenzó a dar pasos directos para emprender una revolución contra Francia en el intervalo de 1782–1783, cuando fungió como Primer Ministro de Gran Bretaña, época en que también inició negociaciones de paz por separado con los Estados Unidos y sus aliadas, Francia y España.En el momento a mediados de 1789 cuando los patriotas franceses Bailly y Lafayette elaboraron una propuesta de Constitución fundada en principios americanos para la monarquía francesa, Shelburne y su lacayo asestaron su golpe desde Londres, empezando con esa Toma de la Bastilla el 14 de julio organizada por los agentes de Shelburne: Felipe Egalité y el banquero suizo Jacques Necker. Posteriormente, otros agentes británicos, tales como Danton y Marat, que habían sido adiestrados en Londres, y eran dirigidos desde Londres por el jefe del comité secreto de Shelburne, Jeremy Bentham, allanaron el camino tanto al Terror jacobino como a la primera dictadura fascista en la Europa moderna, la del emperador Napoleón Bonaparte.
Los agentes de Shelburne para este conjunto de operativos hallábanse concentrados en una secta francmasónica satánica conocida como los martinistas, basada en Lyón, Francia, pero muy enquistada en la vida de Francia y de la Suiza francófona. Esta secta, que a la sazón dirigían los charlatanes Cagliostro y Mesmer, y el fanático francmasón Joseph de Maistre, y que seguía el modelo prosatánico del culto frigio a Dionisio, fue la responsable del famoso gorro frigio del Terror jacobino. Las sucesivas fases "izquierdista" y "reaccionaria" (por ejemplo, "bonapartista") de la Revolución Francesa de 1789–1815 han servido de modelo para lo que vino a llamarse, alternativamente, sinarquismo y fascismo en el período entre las dos guerras mundiales.
Por ejemplo, para conocimiento de nuestros lectores hispanohablantes, el partido nazi manejó una red a través de la España fascista en la América de habla española antes y durante la Segunda Guerra Mundial. La base mexicana, incluyendo el fascista Jacques Soustelle, tenía como centro a los asesinos del Presidente de México, Álvaro Obregón, y junto con Paul Rivet y Jean de Menil, se usó para coordinar aliados de los nazis en las Américas, una red sinarquista arraigada en las redes terroristas de Europa. Esas mismas diversas redes, nominalmente de "izquierda" o de "derecha", que quedaron de los nazis, se desplegaban, y se despliegan, como una red subversiva profascista por todas las Américas, desde México a cabo de Hornos, aún hoy. Estas redes sinarquistas constituyen la más grave amenaza interna a la seguridad de las naciones de las Américas hasta el presente.
Shelburne tenía un triple propósito. Primero, como le confió a su lacayo Gibbon, su intención era crear un nuevo Imperio Romano pro pagano, siguiendo el modelo presentado por Gibbon de los éxitos y defectos fatales del antiguo Imperio Romano. Segundo, el cometido de Shelburne era erradicar la influencia de la Revolución Americana tanto de Europa como de las Américas. Tercero, como Shelburne le confió a su lacayo Adam Smith en 1763, estaba empeñado en destruir no sólo las economías de Norteamérica, sino también a Francia, como parte de su intención de impedir cualquier desarrollo en Europa continental que pudiera constituir una amenaza a los designios de establecer un imperio mundial a partir de la posición que tenía la Compañía de las Indias Orientales británica de la oligarquía financiera, como la principal potencia marítima del mundo, una potencia marítima imperial establecida implícitamente cuando dicha compañía subyugó a la India.
Shelburne y su lacayo Jeremy Bentham ciñéronse a esas políticas no sólo durante el ascenso al poder de Bentham en el período de 1789–1815, hasta los 1830, como el que definió la política exterior imperial británica y sus operaciones de inteligencia secreta. A partir de 1815, Bentham y sus herederos condujeron revoluciones por todo el mundo, incluyendo las Américas, lo que continuó con el control del protegido de Bentham, Palmerston, sobre las revoluciones de 1848–49 de la "Joven Europa" de Mazzini; el despliegue de Napoleón III de Francia por parte del discípulo de Bentham, lord Palmerston; el control británico de la monarquía española antiamericana y esclavista de Isabel II; y la instalación de la bestia fascista Maximiliano sobre el trono de México. Esta misma tradición fue continuada en tales formas como el papel que desempeñaron ciertos destacados círculos financieros de Londres y Nueva York en colocar inicialmente a Adolfo Hitler en el poder en Alemania; y es típico del modo en que ciertos intereses financieros oligárquicos, con centro en Londres, han recurrido una y otra vez a la organización martinista o sinarquista, empleada originalmente para la Revolución Francesa, en sus esfuerzos de impedir que emerja una potencia continental en Eurasia, y también en las Américas.
La novedad es que, después de la victoria del presidente Lincoln contra la marioneta de Palmerston, la Confederación, la Gran Bretaña ya no estaba en posición de conquistar físicamente a los EUA. De allí que, empezó a depender en las redes pro martinistas–sinarquistas basadas en círculos internacionales de la oligarquía financiera con vínculos a los EU, como los que controlan al vicepresidente Cheney y al ex secretario de Estado George Shultz hoy día y, finalmente, han trasladado su base de operaciones al interior de los EU hoy en día.
Remonta la mirada a 1940, cuando lo que quedaba del Ejército británico estaba bajo amenaza de ser liquidado en Dunkirk. En ese momento el ministro de Defensa Winston Churchill recurrió al presidente estadounidense Franklin Roosevelt, para tomar acciones en común para impedir que los admiradores de Hitler, incluso entre las filas de la oligarquía británica, le entregaran la Gran Bretaña y su Armada naval a una alianza sinarquista antiestadounidense, una alianza que pretendía formarse con la Gran Bretaña, la Francia derrotada, Italia, Alemania, y Japón. Cuando tomamos en cuenta los círculos financieros oligarcas de tanto Nueva York como de Londres que pusieron a Hitler en el poder en Alemania en 1933, el modo en que esos mismos círculos financieros apoyaron a Roosevelt y a Churchill contra la alianza sinarquista continental con Japón es sorprendente. Aquellos intereses financieros oligarcas, de habla inglesa, que tan celosamente llevaron a Hitler al poder en 1933, descubrieron que no estaban dispuestos a convertirse en meras colonias de una internacional sinarquista basada en el continente europeo y encabezada por Hiltler. Así que apoyaron a Roosevelt y a Churchill contra Hitler entonces, pero regresaron a sus prácticas perversas luego de junio de 1944, una vez era seguro que la guerra llegaba a su fin.
Hasta agosto de 1945, cuando las bombas nucleares fueron arrojadas sobre blancos civiles en Hiroshima y Nagasaki, las oligarquías financieras de la Gran Bretaña y los EUA no estaban dispuestas a importar la pestilencia sinarquista que Shelburne le había inflingido a Europa continental. El cambio ocurrió cuando los seguidores del dogma imperialista de Bertrand Russell, de imponer un "gobierno mundial mediante una guerra nuclear preventiva", fueron adoptados por esa facción utopista hoy asociada con el vicepresidente Dick Cheney. El cambio fue, y es, que el enemigo ya no venía de afuera de nuestras fronteras, sino principalmente de adentro.
Antes de Hiroshima en 1945, el efecto de lo que hoy es conocido como la internacional sinarquista y sus varias operaciones, incluyendo guerras y revoluciones mayúsculas en el continente europeo, había sido esencialmente "geopolítico": la determinación de la Gran Bretaña de mantener a Europa principalmente bajo el dominio imperial e intelectual del Reino Unido, y en las garras de un modelo parlamentario liberal angloholandés controlado por la oligarquía financiera. Para los geopolíticos británicos, esto significaba mantener a las naciones de Eurasia continental mutuamente en pugna. Hoy, desde lo de Hiroshima, los intereses financieros oligárquicos pro sinarquistas están empecinados en usar a los propios Estados Unidos como su base de operaciones para ejercer tal forma de dominio imperial mundial. Son esas tendencias arraigadas, difundidas de la Europa de los siglos 18 y 19 a otras partes del mundo, incluyendo ideologías dominantes en los propios EUA, que son la única fuente esencial de la diferencia respecto a cómo pensar sobre el mundo en general, entre Europa y los EUA, desde la Revolución Francesa de 1789–1815 hasta el presente.
La diferencia decisiva
Para entender la tarea que enfrento, en mi condición de candidato a la Presidencia de los Estados Unidos, dentro de las Américas en general hoy día, considera el rompimiento en la continuidad transatlántica de la cultura europea que vino a desarrollarse a resulta de los efectos de los sucesos de 1789–1815 hasta el Congreso de Viena de Metternich. La división esencial es entre la intención original de la Constitución federal de los EU de 1787–1789, y la prevalencia, aún hoy, del modelo de gobierno parlamentario liberal angloholandés. Nosotros en los EU nos hemos sometido en gran medida a la introducción traidora del anticonstitucional sistema de la Reserva Federal, una fabricación de la monarquía británica de Eduardo VII metida de contrabando en los Estados Unidos por los presidentes pro Confederación Teodoro Roosevelt y el fanático del Ku Klux Klan Woodrow Wilson.Hasta los sucesos de aproximadamente 1789–1806, desde la Toma de la Bastilla hasta la victoria de Napoleón sobre los prusianos en la batalla de Jena–Auerstädt, la principal corriente política en Europa era la del renacimiento clásico humanista, el revivir explícitamente los legados de Godofredo Leibniz y J.S. Bach, difundidos por los círculos de Kästner, Lessing, y Mendelssohn, a Francia, Inglaterra, Norteamérica y otras partes. Esta influencia clásica humanista, contraria a la "Ilustración", había sido el elemento más decisivo en la base más amplia de apoyo internacional para la causa de la independencia de los Estados Unidos de 1776–1789.
El espectáculo del Terror jacobino, seguido por el surgimineto del jacobino Napoleón Bonaparte como el primer dictador fascista moderno, desató olas sucesivas de pesimismo cultural, especialmente a partir de tales sucesos señeros como la autocoronación de Napoleón como el nuevo césar y pontífice máximo, y su triunfo en Jena–Auerstädt. Esta ola de pesimismo cultural es lo que se conoce como el romanticismo del siglo 19, que asumió la forma de pesimismo agudo en la secuela del congreso de Viena de 1815, y los fascistas decretos de Carlsbad patrocinados por Metternich. Estos pasos sucesivos hacia la degeneración política y moral de la cultura prevaleciente en Europa, condujo a la emergencia de tales formas de pesimismo respecto a la naturaleza del hombre, como el positivismo radical, y la aparición de las corrientes existencialistas de tales predecesores del nazismo como Schopenhauer, Richard Wagner, y Nietzsche: la llamada "Revolución Conservadora" que representan en los Estados Unidos hoy día los autodenominados "neoconservadores" aglutinados por el momento en torno al vicepresidente Dick Cheney. Tendencias análogas hacía el romanticismo se difundieron en los propios Estados Unidos, como en el caso de los círculos neokantianos de Concord de Ralph Waldo Emerson, y demás, y los surcarolinianos fundadores de la Confederación, favorables a Napoleón.
Aunque el dominio de Napoleón terminó cuando fue transportado a Santa Elena, la secta martinista que dirigió, sucesivamente, tanto al Terror como a la tiranía de Napoleón, siguió con vida. G.W.F. Hegel, el izquierdista que devino en obsceno admirador de Napoleón, escribió la teoría de la dictadura napoleónica; la secta francmasónica martinista de Talleyrand sobrevivió la derrota de Napoleón para dirigir la restauración de la monarquía en Francia por nombramientos del procónsul británico, el duque de Wellington. El martinismo, todavía con Jeremy Bentham y el lord Palmerston de Bentham al timón, condujo las revoluciones 1848, y llevó a Napoleón III al trono. El martinismo, que entonces empezaba a conocerse como sinarquismo, creció en tanto fuerza a finales del siglo 19 y organizó la Primera Guerra Mundial a instancias del "señor de las islas" británico, Eduardo VII. La internacional sinarquista, como tal, organizó una sucesión de regímenes fascistas culminando en la Segunda Guerra Mundial. La secta se difundió por las Américas.
El legado cultural del martinismo o sinarquismo infecta a gran parte del mundo hasta el presente. Su influencia sale a relucir de diversas formas.
Contrario a la francmasonería martinista o sinarquista, los casos ejemplares del papel de John Quincy Adams, el papel inspirador del presidente Abraham Lincoln, y Franklin Roosevelt, demuestran un potencial cultural profundamente arraigado dentro de la tradición nacional, la de nuestra propia nación, transmitida por generaciones sucesivas. Ilustro esa transmisión refiriéndome a mi propio caso.
Excepto una pizca de ascendencia de indio americano, mis primeros ancestros en Norteamérica llegaron a finales del siglo 17, respectivamente, a Quebec, e inmigrantes ingleses a Pensilvania. En la línea de descendencia inglesa destacaron líderes notables del movimiento contra la esclavitud, entre ellos un tal Daniel Wood, mi tatarabuelo quien fue un contemporáneo de Lincoln y un admirador de Henry Clay, del poblado de Woodville en el condado de Delaware, Ohio. Este célebre Daniel Wood era un tópico frecuente de relatos de primera mano en torno a la mesa de mis abuelos, como observé con una cierta fascinación, allá a finales de los 1920. Tanto mis abuelos maternos como paternos nacieron por los 1860. El lado de Quebec emigró a los EU como un personaje picarezco de alguna nota ente sus contemporáneos. Su esposa era de ascendencia irlandesa. El lado escocés, mi abuelo materno, vino a los EUA en 1862 cuando era un infante, acompañando a un dragón escocés profesional, un hombre fiero en lo tocante a esgrimir un sable o un whisky, quien vino a los EU para integrarse a la Primera Caballería de Rhode Island contra la esclavitud. El hermano del dragón era un capitán marino escocés relativamente famoso de la línea Estrella Blanca, quien, entre sus otros logros, indujo a su hermano a abandonar el sable que mi bisabuelo empleaba para recalcar sus puntos en las discusiones, con demasiada frecuencia para la tranquilidad de los bebedores locales de whisky en Fall River, Massachusetts. Mi hijo ha añadido credenciales judías a sus ancestros, y sus hijos han añadido ascendencia polaca al paquete total.
En suma, yo soy—pese a que adolezco de ciertos ancestros con los que no fui agraciado— un típico producto de la tradición del crisol estadounidense. Eso de por sí es, del modo más enfático, una distinción cultural norteamericana; esa característica del crisol de tantos de nosotros es un rasgo específicamente estadounidense, no obstante que ancestros entremezclados como el mío, aunque frecuentes, no son universales entre nosotros. Haciendo a un lado las disputas familiares, para aquéllos que comparten la suerte de ancestro del crisol étnico como el que tengo yo, el racismo y el chovinismo no son tradiciones culturales específicamente americanas, sino aberraciones contrarias a los rasgos esenciales de nuestro carácter nacional.
Lo que hay que recalcar es la manera en la cual son transmitidas tradiciones culturales a lo largo de varias generaciones, no sólo a través de la lectura de varios informes, sino mediante transmisión de primera mano por transacciones familiares y relacionadas que ocurren alrededor de la mesa a la hora de la comida, y de otras formas. A veces me he quedado sorprendido, y con frecuencia fascinado, con el recuerdo de mis experiencias frecuentes en que las influencias culturales intrafamiliares emergen del lapso de dos o más generaciones pasadas. Hay un tipo cultural específicamente estadounidense, en ese sentido.
Al contrastar esta experiencia con lo que encuentro al toparme con rasgos culturales representativos de otras partes del mundo, emerge el significado práctico de mi propia experiencia de una cultura específicamente estadounidense.
Por ejemplo, hasta los cambios introducidos en los 1960 y posteriormente, una educación pública típica ponía énfasis en la verdera historia política de los Estados Unidos. Había mucho de eso de imprimirle una cierta interpretación a los textos y los procedimientos en el aula de clase, pero el sentido de historia, incluyendo la de nuestra propia nación, estaba ahí para todos nosotros que asistíamos a una escuela pública de razonable competencia. Esos recursos estaban disponibles para el niño y el adolescente generalmente a través de libros, y de libros en la biblioteca en particular. Teníamos un sentido de historia, incluso, hay que subrayarlo, de nuestra propia historia nacional. No era siempre veraz, pero la provocación para descubrir esa historia estaba ahí. Posteriormente, en mis tratos con culturas fuera de los Estados Unidos, empezando con mi servicio militar en Sudasia durante la Segunda Guerra Mundial, he acumulado una sensibilidad sobre los efectos prácticos de las diferencias culturales en la forma en la cual ocurre la percepción de la experiencia, y en las preferencias registradas, cuando vamos de personas de cierto trasfondo cultural nacional, a personas que vienen de otro. Si reflejamos sobre nuestro propio desarrollo cultural, al tratar de entender las raíces de un desarrollo cultural distinto en otros, ganamos la capacidad de entender las formas pertinentes de las diferencias culturales entre los EUA y Europa, o entre los EUA y las culturas de América del Sur y Central.
Hay que reconocer varios puntos de comparación al enmarcar este informe.
Primero que nada, la gente de distintos antecedentes culturales adquiere conciencia de esas diferencias y reacciona acorde a ellas. La reacción con frecuencia es funcional en cuanto a carácter, más bien que simplemente negativa o positiva. Aquéllos de nosotros en los EUA que tenemos una visión informada de la historia mundial moderna, como es mi caso, somos capaces de reconocer la naturaleza y las causas de las diferencias entre las formas convergentes de pensar de los europeos y norteamericanos en las décadas previas a 1789, y después de los sucesos de 1789–1815. Los que compartieron la tradición clásica humanista de finales del siglo 18 entonces, como aquéllos en Norteamérica y Alemania, tenían un mayor grado de afinidad relativa en cuanto a asuntos decisivos de estadismo, que lo que uno encuentra entre los estratos de personas educadas en los EU y Europa en la actualidad.
Por ejemplo: la divergencia más importante en este sentido hoy es el grado al cual los europeos condicionados a un sentido de lo "correcto" del sistema parlamentario liberal angloholandés, resisten la idea de acabar con el dominio de los sistemas de bancos centrales independientes, incluyendo la forma de autoridad cedida al FMI actualmente. Nosotros en los EUA tenemos un precedente histórico claro para tales ideas en nuestra Constitución federal, y de otras formas. Europa piensa de una diferencia entre el capitalismo, como lo define un Carlos Marx malamente educado por la Compañía de las Indias Orientales británica, y el socialismo, como la única alternativa, ya sea deseable o simplemente detestable, al capitalismo. Al igual que Carlos Marx, el europeo típico rechaza el Sistema Americano de economía política como una aberración de un Davy Crocket analfabeta, o como algo demostradamente "erróneo" según las pautas generalmente aceptadas de la tradición culta europea. Por ejemplo, un europeo culto insistirá por lo general que el fundamento del sistema original de Bretton Woods viene de John Maynard Keynes. Simplemente rehusa aceptar que el sistema de los EU nunca tuvo la intención de establecer un sistema de banca central al que sería aplicable la noción de Keynes, y que el método de Franklin Roosevelt siempre fue el pautado por el Sistema Americano de Alexander Hamilton, y el del colaborador de Hamilton, Isaac Roosevelt, el ancestro más honrado por Roosevelt.
En cuanto a esa misma diferencia, la opinión que por lo general emana de América Central y del Sur hoy día, tiende a parecerse a la europea. Esto lo agrava un odio generalizado contra el "imperialismo yanqui"; uno tiende a pensar lo peor de cualquier idea, aunque esa idea, de hecho, esté fundada en una versión falaz de la historia, si esa idea tiene conexión con lo que uno supone es su opresor perverso.
Lo que estoy recalcando fundamentalmente en este sentido, es lo siguiente.
El problema práctico que tienen que encarar el próximo Presidente de los Estados Unidos, y el resto del mundo, es que no hay ninguna solución a la crisis general de desintegración del sistema monetario de tipos de cambio flotantes que hoy embiste, que no sea la eliminación de todo vestigio de los sistemas de bancos centrales independientes, mediante la reorganización por bancarrota del sistema monetario–financiero mundial. Esa reorganización monetaria–financiera, de la cual ahora depende en lo absoluto la supervivencia de la civilización en el corto plazo, requiere arrancar de raíz aquellos aspectos, tanto de gobierno como de tradición, que reflejen la hegemonía prolongada del llamado sistema de banca central independiente, y más bien inclinarse a favor del precedente del Sistema Americano, como lo representa el argumento del secretario del Tesoro Alexander Hamilton.
Debido al impacto global de estas consideraciones relacionadas con la economía, y de las históricas–culturales congruentes, tengo un papel mundial específico que desempeñar como el próximo Presidente de los Estados Unidos de América. El aspecto decisivo de ese papel es mi responsabilidad única de juntar a las naciones, no sólo para poner al actualmente quebrado sistema monetario–financiero mundial bajo la tutela de los Gobiernos, para reorganizarlo por bancarrota; mi papel de conducción, singularmente estadounidense, en este sentido, es asegurar que acabemos con el dominio que ejercen sobre este planeta los conciertos de sistemas de bancos centrales independientes, incluyendo la forma miserable asumida por el actual sistema de la Reserva Federal de los EU bajo las malas gestiones sucesivas de Paul Volcker y Alan Greenspan.
El problema que enfrento en este sentido es que, la institución del sistema de banca central independiente no sólo es una forma de institución; es una característica cultural muy arraigada de ese modelo liberal angloholandés de sistema parlamentario que le dio al mundo tales monstruos como lord Shelburne y su Jeremy Bentham. Este impacto cultural está profundamente arraigado en los efectos acumulados de su persistencia aun en la minucia de la vida cotidiana de Europa y otras naciones. Por tanto, cualquiera que trate de desarraigar esa tradición, se expone a decenas de miles de emboscadas mortíferas por parte de aquéllos que sienten dentro de sí un profundo apego cultural a esos hábitos institucionalizados desarrollados en torno al modelo angloholandés. Esas raíces están clavadas muy profundo en la cultura europea; son precisamente esas raíces las que tenemos que arrancar, raíces que debieron haberse arrancado de toda la civilización europea a fines del siglo 18, cuando primero se arrancaron, al menos de manera temporal, y en varias otras ocasiones posteriores, en los EUA.
La institución del consorcio de bancos privados de propiedad familiar es muy antigua, aún más antigua que la oligarquía financiera de Venecia medieval. Es una institución con profundas raíces latinas en los principios del derecho romano, en el legado del previo culto a Apolo en Delfos, y en Tiro y la antigua Mesopotamia referida por el empleo de la expresión "la puta de Babilonia". Ese concepto del papel del dinero y las finanzas es un legado pagano que afecta el modo de definir la noción de propiedad, con la cual la mayoría de las naciones todavía definen al dinero como tal. Hoy, fuere probable que sólo un presidente estadounidense idóneo represente el potencial cultural y relacionado para reunir a las naciones y decir: "Removamos la basura del tapete. Estamos aquí reunidos para crear un nuevo sistema libre de tales reliquias perversas del pasado". Es en cuanto a este asunto decisivo que la Revolución Americana de 1776–1789 expresa la autoridad moral única para conducir al mundo fuera del cenegal que los legados de Venecia, lord Shelburne y los martinistas han impuesto sobre más de dos siglos de la historia moderna hasta este momento. Fuere probable que sólo un Presidente de los Estados Unidos que represente este papel, disfrute de las calificaciones morales y culturales necesarias para conducir a la nación en este momento tan crítico de la historia moderna mundial. Tomando en cuenta todas mis cargas personales, y descontándolas como corresponde, sigo siendo, por el momento, el único candidato que pudiera desempeñar semejante papel de manera competente.
Tres reinos de terror
A partir de 1789, la civilización europea moderna extendida al orbe ha experimentado esencialmente tres períodos de terror martinista o sinarquista, cada uno de los cuales ha minado su capacidad moral de esquivar y superar los efectos de esos grandes golpes. El primero fue la maquinación de la Compañía de las Indias Orientales británica de la Revolución Francesa y su secuela napoleónica. El segundo fue el modo en que se aprovecharon los efectos de la Primera Guerra Mundial para producir la peste sinarquista de Hitler, y demás. El tercero fue la combinación del bombardeo terrorista contra blancos civiles, por parte de los aliados, que culminó con el inicio de la era de la guerra nuclear preventiva imperial de Bertrand Russell, cuando el presidente Harry Truman arrojó las bombas nucleares sobre los blancos civiles de Hiroshima y Nagasaki. Lo tercero cobró formas tales como la crisis de los proyectiles nucleares de 1962, el asesinato del presidente estadounidense John F. Kennedy, y el inicio oficial de la guerra de los EU en Indochina. Los efectos acumulados de estos tres golpes interrelacionados han minado sobremanera los poderes intelectuales y morales de poblaciones enteras.Al regresar de la Segunda Guerra Mundial, vi el terror por el acto perverso del presidente Truman contra Hiroshima y Nagasaki, expresado en los ojos de aquéllos que acababan de llegar de la guerra. Así, vi a la mayoría de ellos convertidos en mucho menos de lo que eran. Vi en sus ojos la pesadilla durante lo que se conoció como la "Guerra Fría" de fines de los 1940 y los 1950. Vi a hombres y mujeres en masa perder la cordura en los días más críticos de la crisis de los proyectiles de 1962. Vi el efecto agravado sobre las mentes de los de mi generación y sus hijos cuando abalearon a Kennedy. Vi la degradación que produjo el hundirnos en el inútil viaje al infierno que fue la guerra estadounidense de 1962–1972 en Indochina. Sentí que los había perdido a todos, como si fueran lemmings saltando al despeñadero en medio del terror.
Cosas como ésas han sucedido, en masa. Si no lo entendemos, no podremos movilizarnos para sanar la herida que en ellos dejó. Y si no, entonces, ¿qué será de la humanidad?
Ideólogos martinistas influyentes, tales como Joseph de Maistre, han sido explícitos: el objetivo de la secta francmasónica martinista, y su continuación sinarquista, era destruir el concepto del hombre asociado con el Renacimiento europeo del siglo 15, el concepto del hombre que expresa la Revolución Americana. Su modelo fue el antiguo culto frigio a Dionisio, el mismo tema pro satánico que posteriormente Friedrich Nietzsche puso de relieve. Emplear un terror enorme para disponer a los pueblos a rendirle culto a la venida de Dionisio, la gran bestia, una criatura que comete crímenes tan monstruosos, tan inimaginables, que los pueblos aterrados se postrarán a los pies de ese opresor con inextinguible amor, tratando de hacer a otros lo que él, el monstruo, ha hecho ante sus ojos.
El dechado de tales formas modernas de terror existió en la Inquisición española, en la guerra religiosa que emprendió Felipe II de España, y en la Guerra de los Treinta Años. Fue contra este culto al terror que el Tratado de Westfalia concentró sabiamente su medicina antihobbesiana y antilockeana para el alma política: el beneficio del otro. La disposición a hacer el mal que tal terror inculca en el observador susceptible, es la meta y método de tales martinistas como Joseph de Maistre, o del Adolfo Hitler del holocausto contra sus víctimas judías.
Los tres principales ciclos de bestialidad martinista o sinarquista que he señalado como relativamente los más decisivos para la historia actual, son las cicatrices acumuladas del alma, que hoy siguen cargando como parte de su legado las naciones y pueblos de la civilización europea extendida. Este legado corrompe el alma como una vil enfermedad. La cura en parte es tener conciencia de ello; reconocer cómo han funcionado dichas experiencias; reconocer, por ejemplo, que admirar a Napoleón Bonaparte, o a su descendiente espiritual, Adolfo Hitler, es como adorar a Satanás dentro de ese tabernáculo que eres tú mismo.
Con frecuencia tenemos que hacer el bien, cosa de desafiar el perverso legado que surge desde adentro para adueñarse de nosotros, y ganar esa batalla haciendo el bien con audacia, no por un sentido negativo de obligación, sino por una pasión de experimentar dentro de nosotros mismo el acto de hacer un bien que desafíe el legado del mal que representa el martinismo o sinarquismo. El norteamericano hará el bien por los puebles de Sudamérica, sólo si esta acción parte de un apremio de desafiar el mal dentro de sí mismo o misma, al hacer el bien. No se hace un gran bien por la cualidad negativa de un sentido de obligación, de un deber; un gran bien viene de la pasión por cumplir una misión, una misión de la cualidad que representa, en y de por sí, el darse cuenta de que uno no es una bestia, sino tan humano como debe serlo una criatura beneficiosa hecha a imagen del Creador. En griego, por el ágape.
Debe acabarse de inmediato con el martinismo o sinarquismo. La misión de liberar a la humanidad de rendirle culto a los conceptos erróneos de la banca y el dinero que aún hoy prevalecen, es la llave para lograr ese resultado tan urgentemente necesario. La verdadera riqueza, como nos lo enseñaron Cotton Mather y Benjamin Franklin, es el acto y el fruto de hacer el bien.
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